Nuestra Señora de la Consolación, la madre que consuela y ampara, es una advocación mariana de larga tradición.
Historia de la advocación
Cuando San Eusebio regresó a Turín en el año 354 del destierro a Palestina impuesto por el emperador Constancio regaló a su amigo San Máximo una imagen de la Virgen María pintada por San Lucas. San Máximo colocó la imagen en una pequeña capilla junto a la iglesia de San Andrés que pronto fue muy venerada por el pueblo de Turín, que la llamó «La Consolata».
En el año 840 los Padres Benedictinos encargados de su custodia escondieron la imagen para protegerla de la destrucción de los iconoclastas, permaneciendo escondida durante años.
El 18 de noviembre de 1015, el rey Arduino se encontraba gravemente enfermo y, tras invocar a la Virgen de la Consolación, ésta se le apareció pidiendo que construyera tres iglesias en su honor. El rey sanó y cumplió su promesa erigiendo una de esas iglesias en Turín y colocando en ella el bellísimo cuadro de la Virgen. Era tal la veneración de los turineses por esta advocación, que al año el Papa Benedicto VIII concedió indulgencias a los fieles que allí se reunieran.
En 1080, Turín fue arrasada por los sarracenos y de la iglesia, tan solo quedó en pie la torre.
El milagro del ciego
En 1104 Juan Ravais, un ciego de la ciudad francesa de Briançon, tuvo una visión en la que la Virgen le pedía que fuera hasta Turín y encontrara su imagen (el cuadro de la Consolata) debajo de los escombros de San Andrés. Como premio, recuperaría la vista.
Ninguno de sus familiares creyó en la aparición, pero Juan estaba determinado a hacer lo que le había pedido la Virgen. Acompañado por una criada, atravesó los Alpes y al llegar al Pozzo Strada en las afueras de Turín, por un instante recuperó la vista y vio la torre de San Andrés. Juan se dirigió a la torre y una vez allí, se arrodilló y comenzó a rezar y a excavar. Pronto se acercarían voluntarios para ayudarle, incluido el propio obispo Mainardo. Al atardecer de ese 20 de junio de 1104, el obispo sacó la imagen con sus propias manos y la mostró al pueblo diciendo: «¡Ruega por nosotros, Virgen Consoladora!», a lo que la gente respondió: «Intercede por tu pueblo». En ese instante, en presencia de las autoridades y del pueblo, el ciego Jean Ravais recobró la vista.